Domingo de Pentecostés

Este domingo celebramos la fiesta de Pentecostés: la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, cumpliendo la promesa que Jesús les había hecho de no dejarlos solos al él ir al Padre. Ya en el Antiguo Testamento vemos destellos de esta promesa del Espíritu Santo como continuación de la presencia de Dios, como espíritu de renovación. Antes de empezar nuestras reflexiones sobre las lecturas, un poco de historia sobre el origen de esta fiesta Judía. En las Sagradas Escrituras vemos el origen de esta fiesta en varias partes, por ejemplo en el libro del Éxodo 23:16, donde Dios ordena: “También celebrarás la fiesta de la Siega, de las primicias de tus trabajos, de lo que hayas sembrado en el campo; y la fiesta de la Recolección al final del año, cuando hayas recogido del campo los frutos de tu trabajo.” Se le conocía también como la Fiesta de las Semanas, y era la segunda fiesta mas grande del calendario Judío.

 

En la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles vemos la narrativa misma de los eventos de Pentecostés, donde todos los discípulos, unidos con un mismo propósito, con esa unidad tanto deseada por Jesús reciben este viento, que es una imagen ampliamente usada en las Escrituras para el Espíritu de Dios. Este Espíritu los colma con la plenitud de sus dones, dándoles el don de ser entendidos por todos los ahí presentes, provenientes de todas partes. Este milagro es de cierta manera el reverso de lo que ocurrió por el orgullo humano en la torre de Babel: aquí con la unidad proveniente de Dios la confusión de Babel se vuelve entendimiento, se vuelve una proclamación de las maravillas de Dios.

 

La segunda lectura San Pablo tomada de la Primera Carta a los Corintios nos habla de la acción del Espíritu Santo que nos permite proclamar a Jesús como Señor. El Espíritu Santo habilita al bautizado a proclamar el Evangelio, extendiendo el Señorío de Jesús por la tierra. Nos habla Pablo también de la diversidad de carismas y de dones provenientes de un sólo Dios. Un punto muy importante de esto: los dones son dados para beneficio común, como nos recuerda también el papa Francisco en su ciclo de catequesis sobre

 

los dones del Espíritu Santo: los dones no son dados para nuestro beneficio propio, sino para ponerlos a disposición de la comunidad. Finalmente Pablo nos ofrece la imagen de la Iglesia como cuerpo, resaltando la unidad del cuerpo no obstante la diversidad de miembros. Nos enseña Pablo como nuestra fe es una gran fuerza ecualizadora: todos somos iguales ante Dios por nuestro bautismo: judíos y griegos, esclavos y libres.

 

El pasaje del evangelio toma lugar la tarde de la primera Pascua, donde Jesús, de manera milagrosa, se aparece a los discípulos. El cuerpo resucitado de Jesús es transformado de tal manera que las barreras físicas como la puerta de piedra del sepulcro, y la puerta del cenáculo no lo detienen. El saludo de Jesús es el saludo usado aun hoy en día entre los judíos: ¡Shalom Alekem! En este caso constituye no solamente un saludo común, sino que es el cumplimiento de la promesa que Jesús les había hecho más antes en el evangelio: “Les dejo la paz, mi paz les doy; no se la doy como la da el mundo. No se turbe su corazón ni se acobarde.” Este termino en Hebreo tiene también el significado no solo de paz como ausencia de conflicto, sino del bienestar que es resultado de la llegada del Mesías. Mostrándoles sus heridas Jesús les demuestra que el resucitado es el mismo que fue crucificado. En cada evangelio Jesús deja alguna encomienda para sus discípulos. Aquí en el evangelio de Juan es un envió, con el poder de perdonar los pecados. Nuestra labor tiene como modelo el ministerio de Jesús, así como el fue enviado, así también nosotros. Somos llamados a ser instrumentos de perdón y reconciliación en el mundo, empoderados por el Espíritu Santo que recibimos. Que en esta celebración de Pentecostés pidamos con fervor la continua presencia del Espíritu Santo en nuestras vidas, que vivifique nuestra fe y derrame sus dones sobre nosotros.

 

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